Calea Victoriei A dos pedales bordeé el Arcul de Triumf y adentrándome en la larguísima Avenida Kiseleff, recordé que ese mismo camino, pero inverso, fue el que hiciera 30 años atrás cuando marché de mi “pequeña París”. Iba despacio disfrutando de tanto valor patrimonial. Hermosos casinos, casas –muchas fueron antaño propiedad de boyardos-, y por supuesto, bloques comunistas que sucumbieron al “plan de Sistematización de Ceauşescu.”. En aquel tiempo Bucarest no podía presumir de aquel amplísimo carril bici y la circulación era más caótica.
Dejé atrás Piața Victoriei absorta por la cantidad de rótulos de coronación en los edificios y lonas publicitarias que habían modernizado esta plaza. Pasear por Calea Victoriei en bicicleta era una novedad. Crucé de carril para estar un ratito por dentro y fuera del Palatul Cantacuzino. Es el Museo de Música Nacional en honor a George Enescu y había que degustarlo lentamente. La portada con esa marquesina de hierro forjado estilo art nou atrapa cualquier mirada fugaz, por muy rápido que pase uno por allí. En su interior la emoción es sublime, sobre todo si tus años de juventud han estado protagonizados por Romanian Rhapsodies, Op. 11. Aún con los ojos nublados anduve hasta la Galeria Nicodim con muchas ganas de contemplar la obra de Ciprian Muresan de la que soy ferre seguidora en la distancia. Recogí mi bici tras mi periplo contemporáneo con la sonrisa en la cara, y algo de hambre también, por lo que mi pausa gastronómica fue French Bakery Victoriei 134. Escuchar el sonido de la gramola me paralizó cual flautista de Hamelí y me adentré. Tomaba mi quiche y bebía una cerveza artesana contemplando desde el enorme ventanal como el estilo neoclásico de Palatul Știrbei permanece intacto, pese a las filtraciones en el pavimento fruto de un tiempo que pasa por dentro y fuera de todo y todos. Con agridulce sensación volteé Nicolae Iorga y sin demorarlo mucho crucé para maravillarme como hacía años de la imponente Romanian Academy. Tuve que aguzar las alas[1] para que no anocheciera y poder ver caer el sol frente a The Art Collections Museum. Volví a mis dos ruedas con más ganas des Beaux Arts en aquel eterno Bucarest de aspecto decadente y aureola misteriosa que atrapa al viejo emigrante; por tanto, lejos de mi predicción, el paisaje urbano de Calea Victorei mantiene la esencia e incluso ha ganado en modernidad sin ser todavía un hervidero de turistas. He de reconocer que celebré no esquivar palos de selfie a cada dos metros y saborear la sutil aglomeración que raramente puede darme una calle principal de capital europea. Y sin dejar que la melancolía me aprisionase terminé mi jornada con un buen té en Pasajul Macca-Villacorsse, tun fantástico concierto en el Route 66 y una vuelta a casa oyendo manele desde algún balcón. [1] Expresión recogida del dadaísmo, cuyo fundador es mi compatriota y estandarte del arte rumano, Tristan Tzara.
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